El gato de mi vecindario

Dicen que la muerte es como la anestesia, una vez que recorre tu cuerpo  no sientes nada más. En este caso, las fotografías en mi memoria no dejan nada claro. Únicamente me regresan a un golpe inesperado que contrajo mis músculos, antes de sentir el dolor de algunas costillas rotas; y la mirada tétrica de Vlad clavada sobre mí, quien quieto en medio de un silencio que aterraba, vio la  escena recién montada.

Cuando abrí los ojos, apenas distinguí mis pies  tocando el suelo, escuché  el crujir de una puerta cerrarse a mis espaldas, y asombrado presenciaba un sitio extraño que me desconcertó.

El piso tenía alfombra y había pequeños cubículos de oficinas grises con paredes lisas, entré. Para sorpresa mía, se encontraban varias personas sentadas tecleando sin cambiar la posición de su espalda encorvada, y los ojos directos a las teclas, todos en reproducciones interminables, nunca les vi el rostro. Ni aun estando  cerca de ellos, sintieron mi presencia.

No sé cuántas veces ni cuánto tiempo, intenté que me notaran, pero fue suficiente para ahogarme en desesperación y vencer la fuerza de mi serenidad. Solo rondé por ese lugar sin un propósito.

            Entonces por los pasillos  escuché un ruido lejano, distinto al repetitivo “tac, tac” de los que trabajaban a modo de hormigas. Era un maullido que conocía,  incrédulo volteé en busca de  salvación, y ahí estaba Vlad sin temor alguno, como se contoneaba los días en el vecindario, cuando con cuidado  observaba  todo lo que él hacía. En su pecho tenía una mancha prominente de color negro  que me hacía distinguirlo con facilidad de los demás. Yo salía todos los días un par de horas para escribir una pequeña bitácora sobre él.

En ocasiones vi cómo  jugaba con el perro de una vecina, mataba cucarachas por mero gusto y caminaba con arrogancia por toda la cuadra. Sus dueños vivían en la misma calle que yo. Algunas veces él desaparecía, pero siempre regresaba; algo en nuestro magnetismo lo traía de vuelta. Realmente era un compañero.  No solía molestarlo, pero en una ocasión por curiosidad lo moje. En cuanto sintió el agua que salía furtivamente de la manguera,  irritado se sacudió  y después indiferente siguió muy cerca de mí.

Por ese tiempo que compartimos comprendí lo que deseaba  que hiciera, aun cuando ahora él estaba en silencio. En cuanto desapareció y  casi sin pensarlo e igual de intrépido corrí  tras cada uno de los saltos que él daba. Conforme avanzabamos sentí los pies alentándome al plantarse con mayor fuerza sobre el suelo. Pero no me detuvieron en seco hasta mirar por el rabillo del ojo  cuando Vlad tiro un estante con libros de una de las oficinas.

Era el cubículo de una persona dormida en lo más profundo de su sueño. Cuidadoso de no despertarlo, en cuclillas lo observé con detalle, porque creí que mis ojos me estaban mintiendo. Entonces de golpe los suyos se abrieron, la sorpresa en su rostro me inmovilizó, y extraviado para poder entender su situación miró a todos lados casi en shock, pues éramos exactamente iguales, los mismos labios, los mismos cabellos castaños, misma nariz.

Aterrado, intenté ponerme de pie, pero mis piernas no respondieron, las suyas sí; fijó la mirada. Como pude, primero arrastrándome, luego a gatas, salí de aquel cubículo con sus pasos detrás de mí. Moribundo comencé a correr de inmediato por la ruta que creí había seguido Vlad; el aire me faltaba. No podía ver donde terminaba el lugar bajo la luz blanca de las lámparas que vacilaban con caerse por el polvo sobre ellas. La incertidumbre estaba próxima y el silencio me habría vuelto loco. Estoy seguro. A no ser  por los “tac tac“ que rompían la tranquilidad con rapidez, producidas desde cada uno de los apartados sin detenerse unas tras otras, por todas partes.

Terminé frente a una puerta abierta, en completa oscuridad, desde la cual Vlad parado sobre la nada, me invitaba a entrar. Entonces recordé como antes del golpe y las costillas rotas, yo estaba caminando rumbo a la universidad, con él al lado pidiendo tenaz mi atención cuando cruzábamos esa calle.

No había opción, podía escucharlo acercarse. Sin dejar que la duda y desconfianza me hicieran arrepentirme, quise poner un pie dentro y me fui hacia abajo. Cayendo lentamente entre un  aire frío que me impedía abrir los ojos demasiado, como en un sueño; vi por última ocasión, al gato de pecho negro,  cada vez más lejano y difuso, mientras se adentraba sobre la nada.

Había permanecido en coma durante más de una semana; mis familiares estuvieron crédulos a la posible esperanza de verme despertar a pesar de que mi cuerpo, de tono ya azulado, continuaba acostado sobre la cama, conectado a un tic-tac de máquinas que se encontraban sosteniendo sus esperanzas.

Siempre fui incrédulo del mito de los gatos con sus siete vidas, pero ahora soy incapaz de desmentirlo. Aquel sitio es como encontrarse en un laberinto del limbo, cuando estás perdido entre la vida y la muerte, con aquellos que por medio de máquinas, a modo de empleo y de forma indefinida, se mantienen escribiendo la vida de cada uno de nosotros; yo encontré al mío mientras dormía y mi vida dejó de escribirse. Imagino que muchos dan con la puerta demasiado tarde, y no regresan, para quedarse parados dentro de ella y ser sepultados. ¿Que habrá más allá de la puerta una vez fallecidos?, algún día lo sabremos. Vlad se quedó ahí, pues él había usado su última vida para venir a salvarme. Él conocía el camino, porque lo había recorrido seis veces antes.

Denunciar uso impropio Más información