¡Viaje en el teletransportador!

Ninguna persona se atrevía a entrar. Decían que no existían riesgos para la primera que lo hiciera. Pero nadie tuvo el valor de aventurarse, sin importar lo reconocido que fuera Ivanov y su invento.

Por esta razón, cuando el día de la exhibición llegó, todas las personas en la gran ciudad se reunieron intrigadas alrededor del foro, donde Ivanov propuso ser su propio voluntario, en un soberbio intento por apaciguar las indiscutibles dudas acerca de su trabajo. Una vez decidido, se acercó al cilindro metálico, presionó una combinación de números que en medio de la exaltación nadie notó, y lo hizo.

En un instante el científico viajó a la era jurásica. Y a su vez, todos miraron incrédulos las pantallas que transmitían la hazaña. Entre el festejo de la multitud, ya se susurraban nuevos proyectos, e Ivanov festejaba con ellos; se le veía en el rostro. Pero cuando intentó regresar, igual de rápido que como llegó, la señal se perdió. Los espectadores en el foro enmudecieron ante el ensordecedor sonido de los televisores con estática. La tensión aumentó. Los segundos parecían arrastrarse, hasta que la señal regresó. Sólo para mostrar arrodillado al gran científico, del cual ya no quedaba mucho, mientras era despedazado por filosos dientes llenos de espuma y sangre. Como ratas casi igual de grandes que él.

Gracias a los cielos, los gritos no podían escucharse, y los restos del científico, tampoco tardaron en regresar. Nunca supimos que salió mal. Se habían enviado antes manzanas, conejos e incluso plantas y todo regresaba. Tal vez Ivanov nunca supo realmente cómo funcionaba su propio trabajo. De cualquier manera, algo que sin duda todos supieron con certeza desde entonces, fue que esas cosas no comen ni plantas, o manzanas.

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